Este nuevo período podría
ser la oportunidad para abordar una serie de temas que se vienen arrastrando
desde hace tiempo y que reclaman una solución más o menos urgente: revisar
algunos aspectos del modelo económico; relanzar la política industrial con una mirada
de largo plazo que incluya la construcción de una banca de desarrollo estilo
BNDES; avanzar en la articulación infraestructural con el resto de la región y
el mundo; profundizar la reforma educativa, en particular reimpulsando las
escuelas técnicas; corregir los efectos regresivos de los subsidios a algunos
servicios y pensar políticas globales para áreas complejas pero que exigen una
reforma integral .
José Natanson
Si por algo se ha caracterizado
Argentina en sus 200 años de historia es por su discontinuidad, sus saltos al
abismo, su apuesta a las opciones excéntricas en su acepción más precisa: fuera
del centro, y por el transcurrir de un tiempo político marcado por constantes
rupturas. Una independencia tormentosa que dio lugar a una guerra civil de
décadas que gestó una organización nacional fundada en una masacre a la que le
siguieron una serie de protestas de obreros-inmigrantes inéditas para el
contexto latinoamericano y luego un primer populismo quebrado por una dictadura
… y así hasta hoy.
No se trata, por supuesto, de capturar la esencia
de la argentinidad al estilo de Fabio Alberti en Todo por dos pesos (“¿Qué nos
pasa a los argentinos?”), ingrata tarea a la que se han dedicado demasiados
textos de historia liviana, filosofía pasteurizada y pensamiento nacional más o
menos jaurecheriano, muchos de ellos parte de un curioso subgénero que ha
registrado éxitos de venta en los años recientes: la psico-historia, el intento
por identificar el trauma fundante –que puede ser el populismo peronista de los
40 o la Revolución Libertadora– a partir del cual comenzó la decadencia
nacional, que no se cuestiona ni matiza.
Como las personas, que son flacas o narigonas o
malhumoradas o ansiosas, los países tienen ciertos rasgos que los caracterizan
y los distinguen del resto, pero éstos no son atribuibles a un inexistente ADN
nacional sino a procesos históricos analizables. Un ejemplo entre miles: las
corrientes inmigratorias que llegaron entre fines del siglo XIX y principios
del XX portaban un rechazo a la autoridad gestado en las experiencias
autoritarias sufridas en sus países de origen que, junto a las ideas
anarquistas y socialistas en las que muchos de estos “nuevos argentinos” fueron
formados, contribuyó a instalar un ideal igualitarista ausente por ejemplo en
Brasil, un país inequitativo y elitista en el que la monarquía y la esclavitud
moldearon un carácter al que podríamos definir como de alegre resignación.
Pero en Argentina los puntos más altos vienen
acompañados por abismos insondables. Al menos en las últimas décadas, nuestro
país parece dispuesto a tolerar tasas de daño superiores a las de otras
naciones sudamericanas: hay que ir a Centroamérica, a África o a Asia (estoy
tentado de escribir: regiones más atrasadas, pero como les temo a los
antropólogos, prefiero: regiones menos europeizadas) para encontrar tragedias
similares: Alain Roquié señala en su último libro que la tasa de desaparecidos
es de 0,1 por cada 100 mil habitantes en Brasil, 1 por cada 100 mil en Uruguay
y 31 por cada 100 mil en Argentina (1).
Enumeremos rápido: la dictadura y Malvinas, con
todo lo que implicó en términos de orgullo nacional demolido; la híper del 89 y
el fracaso de la esperanza alfonsinista; la crisis del 2001 y sus escuelas económicas
y sociales. Y entre una caída y otra, el juicio a las juntas, el salto de
crecimiento de principios de los 90, la recuperación pos convertibilidad y las
reformas implementadas desde el 2003.
Esta volatilidad se refleja en la evolución del
vínculo de la sociedad con el kirchnerismo. Un viejo adagio machista, que por
supuesto no compartimos, recomienda tratar a las mujeres según el método de la
pasteurización –frío, calor, frío, calor, frío… –, procedimiento que muchos
argentinos parecen haber seguido en su relación con el gobierno. Y es que
Kirchner llegó al poder con sólo el 22 por ciento de los votos pero apenas dos
años después, en las legislativas del 2005, derrotaba al duhaldismo en la
provincia de Buenos Aires, se apoderaba del PJ y se aseguraba la victoria en
las presidenciales del 2007. Al poco tiempo, sin embargo, el conflicto del
campo producía un deterioro de la imagen oficial que se reflejó en la
aplastante derrota en los comicios del 2009. Ahora, tras su rotundo triunfo en
las primarias, el gobierno se acerca a una victoria en la que la única duda es
cuántas decenas de puntos le sacará Cristina al principal candidato opositor.
Si, siguiendo a Adam Przeworski, la democracia es
la “incertidumbre institucionalizada” (2), con las elecciones como “mini
revoluciones” programadas para introducir, cada tantos años, la posibilidad del
cambio político, parecería que Argentina se resistiera a aceptar el otro
costado, el costado monótono, regular y regulador, que implica toda democracia.
¿Constituye esto un problema? Según cómo se mire: la democracia del cambio
permanente puede ser vista como una apertura a los impulsos transformadores de
la sociedad tanto como un signo de la imposibilidad de construir colectivamente
un orden que permita sostener esos cambios.
Largo plazo
Uno de los tantos lugares comunes que el
kirchnerismo ayudó a poner en cuestión es el del consenso, que en su versión
más simplona alude a la idea de que los partidos –a veces junto a algunos
actores corporativos– deben sentarse a una mesa y acordar una serie de
políticas que luego se implementarán exitosamente. Difundido hasta el hartazgo,
el mito del eterno consenso ignora las características estructurales del
sistema político pos crisis: por ejemplo, el detalle de que los partidos son
incapaces ya no de contener a sectores sociales más o menos determinados sino
incluso a sus propios dirigentes (la fluidez del tránsito del peronismo
kirchnerista al disidente, y viceversa, es solo un ejemplo).
El otro punto que el consensualismo dogmático
soslaya es que el apoyo del sistema político a una cierta política no la
convierte automáticamente en positiva: la convertibilidad, por ejemplo, fue
respaldada por prácticamente todos los líderes políticos y por la mayor parte
de la sociedad hasta el día en que voló por los aires.
Esto no implica soslayar el valor de las políticas
de Estado –en el sentido de una medida que trasciende a un gobierno determinado
y se vuelve más o menos permanente– sino tratar de entender su verdadero
origen. Sucede que una política de Estado es menos un acto de voluntad de un
puñado de dirigentes inspirados que el resultado complejo –y parcialmente
cambiante– de una combinación de fuerzas políticas, equilibrios sociales,
historia y cultura. En general, nace cuando una fuerza circunstancialmente
hegemónica logra imponer, muchas veces contra la resistencia de la oposición,
una decisión que luego es asumida como propia por el resto de los partidos.
Y los argentinos tenemos dos. La primera es la
relación con Brasil, que comenzó a dejar atrás su impronta de competencia
geoestratégica a partir de 1985, cuando Raúl Alfonsín y José Sarney dieron el
primer paso en la desnuclearización del vínculo bilateral y pusieron la semilla
de lo que luego sería el Mercosur, cuyo Tratado Constitutivo fue firmado por
Carlos Menem en 1991 y cuyo salto en términos de coordinación política fue obra
de Néstor Kirchner. Con un sentido de desmilitarización durante el
alfonsinismo, de integración comercial durante el menemismo y de alianza
política durante el kirchnerismo, la amistad con Brasil es una política que se
ha mantenido a lo largo de casi tres décadas de vida democrática.
La segunda política de Estado está obviamente
relacionada con la primera y es el sometimiento de los militares a la autoridad
democrática y el acotamiento de su rol a las cuestiones de la defensa, decisión
que comenzó durante el alfonsinismo con el juicio a las juntas y la sanción de
las leyes de defensa y seguridad interior, siguió durante el menemismo con la
eliminación del servicio militar obligatorio y el inicio de las misiones de paz
(que contribuyeron a darles un nuevo sentido de existencia a las fuerzas
armadas) y continuó durante el kirchnerismo, con la política de derechos
humanos y las reformas de Nilda Garré. En su libro Dos semanas, cinco
presidentes (3), Damián Nabot cuenta que en diciembre del 2001, cuando
estallaron los saqueos y los cacerolazos, la conducción del ejército consultó
discretamente al gobierno acerca de la posibilidad de una intervención militar
en las calles de Buenos Aires. Pero ni siquiera en aquel momento los políticos
cayeron en la tentación de ceder a los militares el control de la seguridad
interior, una feliz frontera de hierro que se ha mantenido viva en Argentina
pero que se encuentra ausente en otros países de la región.
Después de octubre
¿Se convertirá alguna de las decisiones del
kirchnerismo en una política de Estado? Hasta hace unos meses, y al menos si
uno se guiaba por los discursos de los principales líderes opositores, la
sensación era que no, que prácticamente todas las medidas oficiales deberían
ser revertidas o corregidas severamente en un futuro no muy lejano. Esta
situación, sin embargo, comenzó a cambiar tras el triunfo de Cristina y el
ascenso de Hermes Binner, cuyo partido acompañó con su voto en el Congreso
proyectos como la estatización de las AFJP y la ley de medios. Si hay que
apostar, no parece muy riesgoso aventurar que la Asignación Universal para la
Niñez tiene grandes chances de sobrevivir en el largo plazo.
No es un mal momento para pensar estos temas. Con
la autoestima fortalecida, el oficialismo ha tomado nota de los errores del
pasado y desde hace ya un tiempo viene adoptando un tono de gestión más
asertivo. Y es que el conflicto por la 125 y la derrota del 2009 dejaron su
huella: una cosa es aceptar que la división del campo político es inevitable
para cualquier gobierno con un mínimo de voluntad transformadora, y otra es
convertir esa situación puntual en una identidad política duradera y, más
peligroso aún, capaz de proyectarse electoralmente: el gobierno machacó tanto contra
la oligarquía –una categoría social inaplicable a la realidad rural argentina,
donde lo que importa es menos la propiedad de la tierra que su forma de
producción–, que terminó por crear un actor político anti natura que antes no
existía. Curada en salud, Cristina se cuida ahora de fabricar adversarios más
allá de lo estrictamente necesario y avanza en una etapa que podríamos llamar
de “kirchnerismo tranquilo”.
Este nuevo período podría ser la oportunidad para
abordar una serie de temas que se vienen arrastrando desde hace tiempo y que
reclaman una solución más o menos urgente: revisar algunos aspectos del modelo
económico, por ejemplo para enfrentar el estancamiento de las reservas;
relanzar la política industrial con una mirada de largo plazo que incluya la
construcción de una banca de desarrollo estilo BNDES; avanzar en la
articulación infraestructural con el resto de la región y el mundo; profundizar
la reforma educativa, en particular reimpulsando las escuelas técnicas;
corregir los efectos regresivos de los subsidios a algunos servicios
(electricidad y gas en la zona metropolitana de Buenos Aires, por ejemplo) y
pensar políticas globales para áreas complejas pero que exigen una reforma
integral (el sistema de salud).
Todo esto requeriría dejar de lado el estilo
decisionista que caracteriza al kirchnerismo, en particular en su primera
etapa, y desarrollar una serie de destrezas nuevas: sofisticación técnica,
construcción de equipos, miradas institucionales más matizadas; un hilado fino
que supone dosis de paciencia y negociación e incluso mesas de concertación que
articulen intereses de diversos actores políticos y sociales. En el curioso
clima pos electoral que precede a los comicios de octubre, no suena absurdo. De
hecho, algo parecido argumentaba Néstor Kirchner allá por el 2007 para explicar
los motivos de la candidatura presidencial de Cristina.
1. Alain Rouquié, A la sombra de las dictaduras. La democracia en América Latina, FCE, Buenos Aires, 2011.
2. Adam Przeworski, “Ama a incerteza e seraás democrático”, en Novos Estudos CEBRAP, No 9, San Pablo, julio de 1984.
3. Damián Nabot, Dos semanas, cinco presidentes, Aguilar, Bs. As., 2011.
1. Alain Rouquié, A la sombra de las dictaduras. La democracia en América Latina, FCE, Buenos Aires, 2011.
2. Adam Przeworski, “Ama a incerteza e seraás democrático”, en Novos Estudos CEBRAP, No 9, San Pablo, julio de 1984.
3. Damián Nabot, Dos semanas, cinco presidentes, Aguilar, Bs. As., 2011.
José Natanson - Outubro de 2011
IN “Le Monde Diplomatique Argentina” (Editorial)
No. 148 - http://www.eldiplo.org/index.php/148-el-melodrama-argentino/un-kirchnerismo-tranquilo/